Nos élèves viennent de terminer la rédaction de la prémière péripetie de notre récit, celle qui se passe en Espagne. Ils l'ont fait à leur classe de literature avec leur professeure Fe Hinojosa. Ils ont travaillé d'une façon colaborative et ils ont compté avec les impressions que ses partenaires de la France, la Pologne et L'Italie leurs ont envoyées. Ils ont écrit en espagnol d'abord et maintenant ils voient comment traduire avec leurs profs de français. Ils ont eu des très bonnes idées et beaucuop d'imagination.
Au cours de la semaine prochaine, la version en français sera publiée sur ce blog.
" No fue fácil el viaje. Los muchachos sintieron un vértigo intenso y una sacudida en sus cabezas que duró algo más que unos segundos.
Llegaron al lugar. Hoy era solo un pequeño parque cercado donde habían instalado toboganes y columpios para niños. Unos pocos pinos recordaban la arboleda que fue en su día y aún quedaban algunas retamas de flores blancas y amarillas que perfumaban el aire. Pero por más que buscaron, las retamas estaban vacías de sus antiguos inquilinos.
Au cours de la semaine prochaine, la version en français sera publiée sur ce blog.
" No fue fácil el viaje. Los muchachos sintieron un vértigo intenso y una sacudida en sus cabezas que duró algo más que unos segundos.
Pero tenían claro cuál era su misión y estaban dispuestos a llevarla a
cabo a pesar de los riesgos que encerraba y los peligros con los que se podían
encontrar.
Cuando abrieron los ojos se encontraron delante del portal de la casa de
la que María les había hablado y Arthur estaba con el dedo tocando el timbre.
Antes de que pudiera reaccionar y darse cuenta de lo que estaba haciendo, se
vio ya con una señora que había abierto:
- ¿Qué deseas muchacho? – le preguntó
- Pues…
- ¿Qué os pasa? ¿Queréis entrar y ver la
casa? No es hora de visitas, ya han terminado, pero si queréis os puedo dejar
pasar. Esta vieja casa se nutre de muchachos como vosotros, hace que su viejo
dueño permanezca vivo en la memoria.
-
¿Vive aquí una chica que se llama María?
-
No, aquí no es pero yo soy su madre. ¿Sois sus amigos de
Briére?
-
Sí, hemos venido a buscar a María y a Anna.
-
Bien, yo soy la madre de María, pero aquí no es. Esta es la
casa natal de nuestro poeta más famoso.
-
!Ah, si...!, ¿cómo era el nombre de su dueño? Es que lo
hemos olvidado
-
¡Ay, los estudiantes…! ¡Rafael! ¡Rafael Alberti, poeta de la
Generación del 27! Nació aquí en esta ciudad, y como a vosotros no le gustaba
ir al colegio. Prefería el aire del mar y de las arboledas. Desgraciadamente
quedan pocas ya. ¡Anda, venga, entrad ya mientras yo termino el trabajo y
cierro. Luego os llevaré con María y Anna, se van a llevar una gran sorpresa.
Los muchachos entraron a un patio soleado
donde había una habitación contigua y unas escaleras. Pasaron a la habitación y
allí se encontraron con dibujos, pinturas, fotografías y estantes con libros.
Todos pertenecían al poeta.
De pronto, vieron que de uno de ellos salía una especie de luz y se acercaron. Era
el libro La arboleda perdida, y Antón
empezó a leer:
“En
la ciudad gaditana de El Puerto de Santa María, a la derecha de un camino,
bordeado de chumberas, que caminaba hasta salir al mar,(…) había un melancólico
lugar de retamas blanca y amarillas llamado la Arboleda Perdida”
De repente, la habitación se oscureció y
del libro salió una voz que continuó la lectura. Era la voz del poeta…
“Todo
allí era un recuerdo: los pájaros rondando alrededor de los árboles; el viento,
trajinando de una retama a otra, pidiendo copas verdes y altas para agitarlas y
sentirse sonoro. Todo allí sonaba a pasado, a viejo bosque sucedido. Hasta la
luz caía como una memoria de la luz, en aquella arboleda perdida de mi sangre"
Terminada la lectura, el poeta les habló:
-Id a la arboleda perdida de mi infancia.
Buscad entre las retamas. Allí encontraréis lo que buscáis. Aquello es un
paraíso lleno de sol y vida. Si estáis atentos veréis camaleones, igual que los
veía yo. Pero tenéis que ser más sigilosos que ellos, que son unos expertos en
el camuflaje.
Se apagó la voz y la habitación recobró su
luz original. Ya tenían una pista. Un camino que seguir. Estaban contentos y
animados.
La señora apareció por la habitación y les
dijo que ya era hora de cerrar. Se sentían cansados y hambrientos. ¿Dónde
estaría ese lugar?
-Señora, ¿dónde podemos encontrar un lugar
llamado “la arboleda perdida”?
- Ah! ¡Ya estáis interesados, ¿no? Pues
venid conmigo, mi hija María que estudia cerca de allí, os llevará. Ahora está
con su amiga italiana que ha venido a verla. Venid, seguidme. Yo vivo muy cerca
de aquí. Este es mi trabajo, me encargo de cuidar la casa natal del poeta, ahora es una Fundación.
Era
una mujer joven, amable, acostumbrada a tratar con jóvenes. Tenía la simpatía y
la cordialidad que caracterizaba a los pueblos del sur. Se reía muy fácilmente,
incluso de las cosas que ella misma decía, para luego, poder reírse. Durante el
trayecto a su casa, no paró de hablar. Preguntó sin discreción cómo habían
venido, qué curso estudiaban, por qué estaban sin sus padres… Incluso por qué
vestían tan abrigados con el calor que hacía, que allí todo el mundo llevaba
ropa más “ligerita”.
Arthur, que era más tímido, no supo qué
contestar y se quedó callado, pero Antón salió muy bien del paso diciéndole que
estaban allí realizando un proyecto, gracias a una beca de investigación, y que
María les había dicho por facebook que podían quedarse en su casa.
La mujer asintió y les dijo que no había
nada más que hablar, se quedarían allí y María los acompañaría en lo que les
hiciera falta.
Una vez que llegaron al domicilio, la
señora dio un grito desde la puerta y la llamó:
-Maríííía… ¡Ven! Mira con quién vengo. Son
los chicos que conociste en Francia que han venido a la Fundación esta mañana y
se van a quedar con nosotras unos días, mientras realizan un trabajo de, no sé
qué, que están haciendo.
María bajó las escaleras y detrás venía su
amiga, Anna. Cuando se vieron los chicos no podían creerlo. Pero si eran ellos,
sus amigos, Arthur, de Francia y Antón, de Polonia, que por fin venían a velas.
Arthur les habló a las chicas de la necesidad
de encontrar algún camaleón, sin revelarles aún el secreto de su misión. Anna,
que, aunque no era de allí, conocía muy bien el lugar pues venía casi todos los
veranos a ver a su amiga, les dijo que eso sería muy difícil ya que la ciudad
había cambiado mucho y casi todo el camino que lleva al mar ya no es de pinos y
retamas sino de calles, casa y edificios. Incluso habían construido un centro
comercial y ahora los jóvenes se divierten más en el comercial que en el
sendero de pinos que llevaba al mar y que, de forma tan acertada, recibía el
nombre de “Camino de los enamorados”.
Se le notaba a la muchacha un alma sensible
a la belleza. Era amante de la lectura y en sus ratos libres le gustaba
escribir. También era aficionada a coleccionar
piedras preciosas, le atraían por su color y por el enigma que encierran
al ser conocedoras del corazón de la Tierra. En Anna, que era natural de
Sicilia, no podía pasar desapercibida la fuerza y los misterios del volcán que
guarda su isla.
María, en cambio, era una joven audaz y
atrevida. Le gustaba la naturaleza y la aventura. Era curiosa de la gente, de
sus costumbres, de su forma de vida y tenía una enorme facilidad para
comunicarse con los demás. Pronto hizo que los jóvenes se sintieran como en
casa.Les enseñó la vivienda y les dijo donde podían dormir. Les habló de sus
amigos, del grupo ecológico al que pertenecía, de sus inquietudes y
motivaciones. Con alegría, les dijo que mañana irían a ese lugar que buscaban e
intentarían encontrar algún camaleón y que, si no lo encontraban allí, irían a
los Toruños, otro lugar de esta ciudad, que se había convertido en un espacio
natural protegido. El hombre poco a poco tomaba conciencia de su poder de
destrucción de la naturaleza y por eso tenía que reservar algún espacio y
protegerlo de sí mismo.
Athur y Antón estaban ya tan cansados y
hambrientos que oían a María como un lejano “bla-bla-bla…bla bla bla…” Y
pensaban, pero, en esta casa ¿cuándo se come? De acuerdo, seremos sus huéspedes
pero son ya las tres de la tarde. Somos unos héroes pero seguimos teniendo una
enorme necesidad de comer. ¡Qué tarde comen los españoles!
Y por fin, la voz de María-madre:
-Niños, ¡a comer!
Bajaron las escaleras y se dirigieron a un
fresco patio con flores. Es cierto que hacía calor. La madre de María había
preparado una mesa abundante, con jamón, gazpacho, croquetas, tortilla de
patatas… Eran alimentos refrescantes que ellos no solían tomar pues venían de
países más fríos. Mientras comían, la madre de María se echaba aire con un
abanico y les insistía constantemente en que comieran y lo probaran todo, que
estaba muy bueno. Arthur y Anton se dieron cuenta de que tenían que decir
cuatro o cinco veces que no querían algo
para que sus anfitriones dejaran de insistir. Formaba parte de la costumbre,
del mismo modo que comer tan tarde o dormir la siesta.
Cuando comieron se fueron a su habitación a
descansar. La hora de la siesta era tan silenciosa como la noche. Si se hablaba
era muy bajito. Así se acercó María a decirles que por la tarde irían con sus
amigos al castillito, que es como denominaban la gente de la ciudad al castillo
de San Marcos, antigua mezquita árabe, donde dicen se apareció la virgen y un
rey cristiano le compuso unas cantigas en alabanza.
Conocieron a los amigos de María y Anna.
Eran alegres, les gustaba la fiesta, solían hablar muy alto y reían por todo.
Uno de ellos propuso entrar en los jardines del castillo y así lo hicieron.
Estuvieron hasta bien entrada la madrugada reunidos allí. Arthur y María se
apartaron un poco del grupo y pasearon por los alrededores. Compartían el mismo
interés por la naturaleza y la misma preocupación por su devastación. En un
momento, Arthur estuvo a punto de revelarle a la muchacha el motivo de su
estancia allí, cuál era su misión. No hizo falta, pues entre las ruinas de piedras
apareció el cofre del que le habló el viejo sabio. Era una caja de mimbre,
adornada con conchas marinas, pequeñas ramas secas y unas extrañas bolas de
fibra vegetal. El muchacho se sorprendió tanto, que la muchacha comprendió
enseguida que aquello encerraba algún misterio que ella no iba a dejar escapar.
Fue así como Arthur le habló de la enfermedad de su pariente, de la extraña
epidemia, del viejo sabio-herborista, del secreto del elixir, capaz de detener
esa enfermedad y del viaje que habían emprendido para encontrar los
ingredientes.
Decididamente María y su amiga no se iban a
quedar atrás, juntos lo lograrían. Mañana mismo se ponían en acción. No podían
perder ni un solo instante. Cogieron el cofre y se fueron para la casa. Con el
cofre entre las manos sentían los
latidos de la naturaleza y aunque, eran agónicos y débiles, con su ayuda
podrían salvarla. La naturaleza seguía siendo un misterio y en ella misma
estaba su salvación. Solo necesita de jóvenes deseosos de conseguirlo.
Muy temprano salieron al día siguiente los
cuatro amigos. Se dirigieron en primer lugar al mar por ese camino de árboles y
retamas que hablaba el poeta, pero por allí solo vieron calles asfaltadas,
coches circulando por ellas, edificios construidos o en nueva construcción. Un
paisaje de grúas, camiones y ruidos que nada tenía que ver con lo que era
antes. María les contó que los camaleones, casi todos, perecieron atropellados
por los coches. Eran animales que andaban muy lentamente y al cruzar un camino,
convertido en carretera, pasaba un coche y los mataba. Su madre le dijo que los
últimos que ella había visto estaban siempre aplastados por un coche. Y no
recordaba ya, cuando fue el último que vio vivo.
Llegaron al lugar. Hoy era solo un pequeño parque cercado donde habían instalado toboganes y columpios para niños. Unos pocos pinos recordaban la arboleda que fue en su día y aún quedaban algunas retamas de flores blancas y amarillas que perfumaban el aire. Pero por más que buscaron, las retamas estaban vacías de sus antiguos inquilinos.
-Tendremos que ir a Los Toruños – dijo
María – Ese es un espacio protegido. Allí puede que lo encontremos.
¡Qué lugar tan hermoso: las marismas, el
pinar, la desembocadura del río en una playa virgen, las dunas y las lagunas!
Anna comentó que la primera vez que estuvo en ese lugar vio flamencos en las
salinas. El sol resaltaba los colores del paisaje, el cielo de un azul intenso,
el verde de los pinos, el amarillo de la arena, la variedad de las flores. Todo
ello, junto con los sonidos del viento, del mar, los pájaros… ¡Allí lo iban a
encontrar!
En el centro de recursos ambientales que
había en la zona, pudieron alquilar unas bicicletas para recorrer el parque.
Hablaron con los responsables de la reserva para saber si ellos habían visto
camaleones por allí y el guía les dijo que aunque intentaban preservar ese
medio natural, era muy difícil, pues ya era un poco tarde y algunas especies
estaban en peligro de extinción, como el camaleón estaba ahora protegido por la
ley, y que se multaba a las personas que los capturaban. Pero incluso así,
todavía hay personas que no respetan la naturaleza y tiran latas, plásticos…
Estaban cansados de recoger basura en el parque. Los chicos decidieron
ayudarles limpiando la playa con los responsables del parque.
Ninguno de los jóvenes había visto en
verdad un camaleón, solo lo conocían por los libros. Sabían de sus ojos
abultados que miraban en todas direcciones, su cola rizada, su lengua ágil para
cazar moscas, y sobre todo cómo cambian
de color para despistar a sus perseguidores. Pero nunca habían visto uno.
Antes de despedirse, el guarda en
agradecimiento les ofreció un pequeño olivo que había surgido espontáneamente
de un hueso de aceituna y que él había sembrado en una maceta.
Anna dijo que sí lo querían y que lo
plantarían como símbolo de la misión que iban a llevar a cabo. Lo recogerían al
devolver las bicicletas. La muchacha sintió la necesidad de contar sus
sensaciones y dejarlas impresas en la memoria para siempre. Esa misma noche las
escribiría en un cuaderno a modo de diario.
Pasaron el día recorriendo las marismas,
descansaron al sol, en silencio, observando las retamas y los árboles. Oyeron
el viento y el mar, pero también el griterío de escolares, que acompañados de
sus profesores, eran llevados en un trenecito a contemplar lo que es una
reserva ecológica.
Caída la tarde, el lugar era aún más
hermoso teñido de los colores del ocaso
y costaba trabajo irse de allí. Sobre todo si nuevamente sientes que fracasas
en la misión. Un halo de escepticismo y tristeza invadió a los muchachos. María
se acercó a Arthur. Sabía cómo se
sentía. No había esperanza, la
civilización lo arrasa todo. Poco a poco tendremos que acostumbrarnos a vivir
sin las cosas bellas del mundo. Intentó consolar a su amigo diciéndole estas
cosas pero la reacción de Arthur fue inesperada:
-
¡No, María, no!.
No es eso, entiéndelo. Esto no es cosa de espacios protegidos, ni de estilos de
vida, no es una moda de lo ecológico, para unos cuantos locos. Es al revés, hay
que darle la vuelta a las cosas y empezar a comprender que no es la naturaleza
una parte de la civilización y del hombre sino que es el hombre una parte de la
naturaleza y hasta que no lo entendamos así seguiremos perdidos en busca de la
felicidad.
María
comprendió que el problema era más grave y también más complicada la solución.
Había que volver a los orígenes, cambiar la mentalidad y la conciencia de los
hombres. Es cierto, la vieja Europa enferma debe tomar ese elixir que la
transforme y le haga recuperar su verdadera humanidad perdida en la
civilización.
-
Lo entiendo,
Arthur, no te desanimes. Somos jóvenes y lucharemos para conseguirlo. El futuro
es nuestro y no nos dejaremos vencer.
Se
acercó a él y le cogió una mano. Vio cómo Arthur le correspondía apretando fuertemente esa
mano que ella le ofrecía.
- !Ya sé otro camino! -dijo de repente María- Volvamos
al punto de partida: el
Non Plus Ultra.
-
¿Qué quieres
decir?- preguntó Arthur
-
!Sí, en lo que
has dicho está la clave! Los hombres han
atravesado los límites del conocimiento y se han sentido dueños del mundo
¿Dónde estaban esos límites, según los antiguos griegos y romanos?
-
No sé -
respondió, el joven.
-
Pues, las
columnas de Hércules, en el estrecho de Gibraltar, los límites del mundo
conocido, la última frontera para los antiguos navegantes del Mediterráneo.
Traspasado el estrecho, se abría un lugar desconocido lleno de temores. Si el
hombre no ha usado bien el conocimiento y la ciencia, es allí donde quizá se
encuentre la salvación. Mañana iremos a las ruinas romanas de Bolonia y antes,
como insistió Anna, dejarían plantado el pequeño olivo en el parque del poeta,
en la arboleda perdida. Hablaría con Ana de su conversación con Arthur . La
había visto escribir en un diario y le pareció buena idea la de dejar testimonio de todo lo vivido
por el momento y de lo que, estaba segura, aún les reservaba el destino.
La claridad empezaba a ceñirse sobre la oscura negrura de la noche. Poco a poco, la luna iba dando paso al sol. Arthur, sentado en el alféizar de la ventana, observaba impaciente el pequeño cofre en el que deberían meter todos los ingredientes.
-Saliva de camaleón, por supuesto, ! como eso está por todas partes …!-dijo en voz baja, con un deje irónico en su amarga voz
Miró hacia la ventana, mientras escuchaba el ritmo cambiante de la respiración de Antón. Necesitaba salir, e ir en busca de ese dichoso camaleón, no podía quedarse a esperar. Se levantó y se dirigió a paso ligero hacia Anton.
-!Eh, Anton, despierta! -Antón se revolvió en su cama- !Vamos, vamos, tenemos que irnos!
-Diez minutos más -respondió Antón, con su voz ronca por el sueño.
-No, venga, tenemos que irnos ya.
Antón se incorporó poco a poco, para evitar marearse. Arthur se sonrió ante la visión del rostro dormido de Antón.
-¿Qué pasa? -dijo María, que acababa de entrar por la puerta.
Tras ella apareció Anna, restregando sus grandes ojos castaños, y bostezando. Ambas tenían un aspecto algo cómico.
-No puedo esperar más, María -dijo Arthur, contestando a la pregunta que aún no había sido realizada, pero que todos tenían en mente- Quizás tenga una oportunidad de salvarla, pero no tenemos todo el tiempo del mundo. Las personas mueren, ¿sabes? Si no nos apresuramos, todo esto no habrá servido de nada.
-Tranquilo, Arthur, no te preocupes. Deja que nos vistamos y salimos a seguir buscando -dijo Anton, relajando el ambiente.
Media hora después, el sol alumbraba todo. Los cuatro jóvenes salieron por la puerta de atrás, intentando hacer el menor ruido. Fueron en busca del autobús más cercano, que les llevara a Bolonia.
-Estoy segura de que os encantará -dijo María, con gran alegría en sus azules ojos.
Arthur se animó un poco al ver el rostro
feliz de la joven. Pero no podía borrar de su mente el desasosiego que sentía
ante la idea de no llegar a tiempo. Antón observaba el paisaje, que iba
cambiando poco a poco. Pequeñas casas y campos pasaban ante sus ojos hasta que
se abrió a su vista el mar, que en su tierra era tan extraño de tener cerca.
Era un paisaje inaudito. Ninguno de ellos podía imaginar un lugar
como aquél. De fondo, el mar, con unas aguas limpias y cristalinas. Desde la
playa, perfectamente, podían ver África, pues la separaban 14 Kilómetros nada
más. El teléfono móvil de Anna le dio la bienvenida a Marruecos. A la derecha se
divisaba el verde manto de las copas de los pinos y en su falda, una inmensa
duna, gigantesca como una montaña, que adentraba sus pies en el mar. Y desde la misma playa podías ver las
columnas de un templo romano y sus estatuas. Como una premonición de que
estaban en el sitio adecuado vieron pasar por el estrecho un grupo de delfines
que iban al océano.
-
¿Cómo
puede existir un lugar así? - dijo Antón, acostumbrado a la nieve de su país –
Me siento grande, gigante, como Hércules. Está allí África, que casi la puedo
tocar, yo estoy en Europa. A mis espaldas, como testigo mudo del tiempo, las
ruinas romanas y este sol, que calienta, y estos árboles que cortan el azul del
cielo y esa duna, inmensa, que el viento la mueve y parece que está viva. Y
además no hay nadie. La playa está sin urbanizar.
-
Es
que su acceso ya has visto que no es fácil. Venga, vamos a bañarnos en el mar –
le sugirió Anna.
No lo dudaron, rápidamente se desvistieron y se
metieron en esas aguas transparentes, en las que se podían ver los peces.
Estaba muy fría y las olas eran grandes y espumosas. Se sintieron libres. El
sabor salado del mar, lo pequeños que eran, allí metidos en esa mole de agua
viva, que se agitaba con las olas. Nadaron y jugaron desprovistos de
preocupaciones. Volvieron a sentirse como niños pequeños.
Ya pasaba el medio día, y las tripas de los
jóvenes comenzaban a rugir. Aún no se habían acostumbrado al horario de España.
Ellos nunca comían tan tarde. El rugido de Arthur sonó sobre todos los demás,
provocando las risas entre ellos.
-Que conste que ha sido mi estómago -dijo
apurado.
Esta afirmación provocó una boba sonrisa en
María, que se había quedado mirando a Arthur, sin poder pensar en otra cosa.
Sus ojos eran tan profundos como el mar, y con una luz tan brillante como las
estrellas. Era tan...
-Tierra llamando a María, ¿me recibes? -le
dijo Anna, sacándola de sus ensoñaciones.
-Eh, ¿qué? -dijo María, sintiendo como se le
sonrojaban las mejillas.
-¿Trajiste comida? -pregunto Anna, con una
sonrisa cómplice
-¡Ah, sí! Un momento -contestó, girándose para
rebuscar en su pequeña maleta verde- ¡Aquí están! -dijo alegremente.
Repartió una pequeña fiambrera a cada uno,
con tapaderas de varios colores, cuyo interior había una masa de un tono marrón
dorado. Al abrir la fiambrera y olerlo, Arthur soltó un gritito de placer.
-¡Qué bien huele! -dijo maravillado mientras
lo cogía para probarlo- Hum... ¿qué es?
-Se llama filete empanado. Ayer mi madre dejó
algunos preparados para hoy, y antes de salir, decidí coger unos cuantos.
El silencio cubrió a los cuatro jóvenes
mientras disfrutaban de su comida. De vez en cuando, María miraba a Arthur, y
si él se daba cuenta, María se volvía,
nuevamente sonrojada.
Horas más tarde, el sol ya empezaba a caer.
Estaban dando un paseo por la orilla de la playa, mientras María les contaba
antiguas historias de cuando era pequeña, e iba con su familia a esa playa
donde jugaba en el agua hasta el crepúsculo.
-Comíamos bocatas de tortillas...
-¿Y filetes empanados? -la interrumpió Anton
-Sí, filetes también -contestó María encantada
ante la idea de que a Antón le hubiera gustado tanto la comida que había
preparado su madre.
Mientras que iban
paseando, la mirada de Anna se dirigió a una piedra, donde había algo tallado.
La chica se quedó inmóvil, alarmando a
los demás.
-¿Qué ocurre? -preguntó María preocupada.
La roca estaba desgastada y mohosa. A pesar
de ello, las letras se podían leer perfectamente. Con precisión y firmeza,
alguien había escrito en ella:
Queridos viajeros:
Duro ha sido el viaje, y duro
seguirá siendo , pero no debéis mirar atrás, pues todo tiene una recompensa.
Habréis de pasar por muchos más lugares, y viviréis aventuras
insospechables, mas ahora solo os
digo que, en el punto más alto, encontraréis el
corazón de Bolonia, y con él,
vuestro propósito aquí. Y recordad: todo se puede lograr siempre que se pueda
soñar.
Se
despide atentamente:
Un
humilde servidor
-¿Qué querrá decir con
“el punto más alto”? -dijo María aturdida
Anna comenzó a mirar a su alrededor. El punto
más alto. El corazón de Bolonia. Nuestro propósito... Tenía muy claro que con
lo de su propósito se refería al camaleón, y con lo de punto más alto, pues,
lógicamente, a un lugar elevado, seguramente, la duna. Pero, ¿el corazón de
Bolonia? No entendía esa parte. Siguió mirando a su alrededor. ¿El
anfiteatro? ¿El museo? Su mirada se
dirigió, sin pensar, hacia las dunas, y levantando las manos, comenzó a correr,
gritando:
-¡Seguidme chicos, ya sé donde es!
Y salió
corriendo en dirección a la montaña de arena. Los pies quemaban y eso hacía que
corrieran más deprisa. A la vez se resbalaban hacia abajo, como si estuvieras
subiendo unas escaleras mecánicas en sentido contrario. Se rieron mucho los
cuatro con esta sensación.
Al fin, fue
Antón el primero en alcanzar la cima y se sentó a esperar a sus compañeros.
Quiso gastarle una broma a Anna haciendo como si la empujara para que rodara por la arena hacia abajo pero
él mismo se encargó de sujetarla para que no cayera. Ambos se rieron de la
broma.
Tras esa divertida subida, al fin habían
llegado a la cima. Antón se sentó cerca de Anna, observando el paisaje que ahora
los rodeaba. Aunque la luz empezaba a oscurecerse, el paisaje brillaba con luz
propia. Rodeado por montañas y el mar, que brillaba majestuoso ante él, Anton
decidió que no podría morir sin antes volver a aquel lugar. Arthur no fue capaz
de sentarse, ni de contemplar el paisaje. Miraba para un lado y para el otro,
sin ser capaz de encontrar nada. Una cueva, un árbol, cualquier cosa. Nada, no
había nada.
La noche ya había caído sobre la fría playa de Bolonia. María había hecho
amago de marchar, pero Arthur se había negado. “Por favor, María -había dicho-
esto es muy importante para todos, no podemos irnos así, con las manos vacías.
Por favor, ten esperanza, no te desanimes. Pero el frío empezaba a hacerle
tiritar y sus dientes castañeaban.
-¿Tienes frío? -le preguntó Arthur.
-Sí-dijo María a media voz.
Los brazos de Arthur se colocaron al instante
alrededor del cuerpo de María, quien empezaba a notar cómo sus mejillas
empezaban a arder. Agradeció la oscuridad de la noche que le impedía a Arthur
ver su cara. Decidió no moverse, quedarse así, en esa posición, entre sus brazos,
era una oferta del destino que no pensaba rechazar.
Pasaron dos horas más. El frío seguía
torturando a los jóvenes, pero no podían dejarse vencer. De repente, tras unas
retamas, se oyó un sonido, y las ramas comenzaron a moverse. Los cuatro se levantaron
al mismo tiempo, en un gesto casi cómico. De entre las retamas salió el rostro
conocido del anciano herborista.
-Veo que no os ha sido fácil llegar hasta
aquí, pero me ha conmovido vuestro empeño, y vuestra lealtad. He aquí la última
prueba. Tras de mí se abrirá una puerta, que os conducirá por un pasadizo hasta
el corazón de Bolonia. Allí está el camaleón. !Buena suerte!
Y tal y como había aparecido, el anciano se
marchó. Los chicos avanzaron sin soltar palabra alguna. El interior del
pasadizo era oscuro y húmedo. Las raíces coronaban el techo, soltando arena e
insectos. En varias ocasiones, a Anna le caían insectos, provocando unos
pequeños gritos de desagrado. A cada paso que daban se sumían más y más en la
oscuridad.
Ya avanzado un gran trecho, una luz empezó a
brillar ante sus ojos. Comenzaron a correr, aliviados de poder ver. Llegaron a
una gran estancia, donde las mismas raíces que antes los habían horrorizado
ahora los maravillaban. La luz provenía del centro de la estancia, donde se encontraba
un enorme ser verde, de ojos desorbitados, enormes, y de mirada triste. Su piel
escamosa, su larga cola que se erguía recta, con un pequeño círculo en su
extremo. Estaban ante el camaleón. De él
salían raíces y más raíces, que se conectaban con las paredes de la
estancia. De algunas brotaban pequeñas flores, cuyos frutos no eran nada más ni
nada menos que luz. Entonces
comprendieron:
-El corazón de Bolonia -dijo Anna con voz
amarga.
-Dios mío -dijo María en un susurro- es
enorme..
-Sí, es enorme -dijo Anna, metiéndose la mano
en el bolsillo- ¡Y va a morir! !Languidece! !Está exhausto, su corazón late
lentamente!
De su bolsillo sacó un pequeño frasco de
cristal que le había dado el anciano, a las espaldas de los demás, cuando
habían entrado en la cueva. Se acercó a él sin miedo. Cuando
estuvo frente a él, lo miró a los ojos y el camaleón también la miró a ella. El
animal abrió la boca y dejó caer un flujo de saliva. Fue algo mágico. Anna
entendió al animal y se apresuró a abrir
el frasco para que cayera dentro de él.
Entonces, la luz del camaleón brilló más y
más, dejándolos cegados. En el interior de sus mentes escucharon la voz del
anciano, que les decía:
“Habéis superado la última prueba.
Habéis sido muy valientes, y también os habéis superado. Anna, has sido capaz
de ver más allá de lo que nadie ha podido. Anton,Arthur, María no creáis que no
os he estado observando. Habéis sido valientes al tener confianza en vuestro
propósito y a la vez, leales a vosotros mismos. Hasta aquí ha llegado vuestra
misión en España. Nos veremos pronto”
La voz desapareció junto a la luz cegadora, y los jóvenes aparecieron
en la cima de la duna. Empezaba a amanecer, y los primeros rayos del alba
despuntaban rojizos sobre el mar. Anna miró su mano. En ella se encontraba un
pequeño frasco de cristal, con un tapón de corcho, en cuyo interior se
encontraba un líquido brillante y pegajoso que se apresuró a guardar en el
cofre. Una sonrisa se dibujó en su cara.
-¡Lo hemos conseguido! -gritó alzando la mano.
Los demás la imitaron gritando de alegría, y
alzando las manos al aire.¡Lo habían conseguido! Ya tenían el
primer ingrediente del elixir guardado en el cofre. Y ahora, ¿qué? Todos lo
tenían claro: ¡ A rodar por la duna!
Caía ya la tarde,
metieron todo bien guardado en las mochilas y se echaron a rodar. Daban vueltas
hacia abajo pero se sentían envueltos en algo más que arena. Algo que iba
adquiriendo velocidad, como una espiral envolvente que los arrastraba lejos.
Efectivamente, habían
encontrado la forma de transportarse al siguiente país donde tenían que
continuar la búsqueda de otro de los ingredientes del elixir."
Quel travail! Bravo, les Espagnols! On attend la version francaise et on va continuer. Merci d'avoir publie le texte sur le blog.Les photos nous rappellent de bons moments en Espagne...
RépondreSupprimerMerci Magda!!! J'espère que vous aimerez lire la version française la semaine prochaine.
SupprimerQuoi dire? Votre travail est super et passionnant!
SupprimerBravo à tous!
Grosse bises!
Merci beaucoup Cristina!! Tant la prof comme les élèves ont beaucoup travaillé et ils se sont amusés à créer le chapitre et ça se vois donc.
RépondreSupprimer